EL ESPEJO: PLIEGUE DE “EL SUR”

07.06.2009 20:16



“…Oigo los cascos 
de mi caliente muerte que me busca 
con jinetes, con belfos y con lanzas. 

Yo que anhelé ser otro, ser un hombre 
de sentencias, de libros, de dictámenes, 
a cielo abierto yaceré entre ciénagas; 
pero me endiosa el pecho inexplicable 
un júbilo secreto. Al fin me encuentro 
con mi destino sudamericano”.

  J.L. Borges, “Poema conjetural” 


En el cuento “El Sur” tiene dos características dignas de atención: la primera es que es un cuento en que la narración comienza hablando de un hombre ordinario y citadino, pero el destino termina empujando a dicho hombre hacia la orilla; y la segunda es que está fabricado como un constructo de dicotomías separadas por pliegues. Deleuze explica la teoría del pliegue así:

  “El mundo con dos pisos solamente, separados por el pliegue que actúa de los dos lados según un régimen diferente, es el aporte del barroco. (...) La duplicidad del pliegue se reproduce necesariamente en los dos lados que el pliegue distingue, pero que, al distinguirlos, relaciona entre sí: escisión en la que cada término remite al otro, tensión en la que cada pliegue está tensado en el otro” (Deleuze, 1989, 44-45). 

  En el caso de “El Sur”, la realidad recrea y da escenarios cognoscibles a la ficción. Es el pliegue del texto. Separa, tenue, lo real de lo creado; pero no sólo eso; también separa dicotomías más intangibles, sutiles: autobiografía y ficción, civilización y barbarie, tiempo mítico y tiempo histórico, sueño y vigilia.

   

Autobiografía y ficción

  En “El Sur”, Juan Dahlmann era un oscuro bibliotecario citadino. Su abuelo paterno Johannes Dahlmann, era pastor de la iglesia evangélica; su abuelo materno, Fancisco Flores, por su parte, era militar, y fue muerto en la frontera de Buenos Aires luchando contra los indios. Juan Dahlmann, el nieto, el resultado de tan imbricado y antagónico popurrí genético, sin proponérselo, termina viviendo el destino de su abuelo criollo, y va a morir en el Sur, en la pampa, en un duelo a cuchillo. 

  Si vamos a la vida de Borges, encontramos esta curiosa analogía: la abuela paterna de Borges era una inglesa casada con un militar criollo que comandaba en Junín un fuerte recostado en la frontera con el territorio indio. Así mismo, como dice Borges:

  “Durante años he repetido que me he criado en Palermo. Se trata, ahora lo sé, de un mero alarde literario; el hecho es que me crié del otro lado de una larga verja de lanzas, en una casa con jardín y con la biblioteca de mi padre y de mis abuelos. Palermo del cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas” (Borges 1970).  

  Por otro lado, en los años cuarenta, cuando escribió el cuento, era, como Juan Dahlmann, un oscuro bibliotecario. En el Sur, Juan Dahlmann, así genética y razón se contrapongan, no puede evitar ser atraído por el chocar de los cuchillos. Y lo anhela porque es una proyección de lo que Borges mismo siempre quiso ser y nunca fue. Lo dice en “Juan Muraña” y lo dice en sus entrevistas: 

  “Me hubiera gustado ser un hombre de acción como lo fueron mis mayores. Desgraciadamente, confieso que yo no he muerto en 1874, en el combate de La Verde, y tampoco derroté a los montoneros de Rosas, como mi bisabuelo Suárez. La verdad es que tampoco participé en la Revolución del 90, porque nací nueve años después”. (Vázquez 1985, 70).

  En el poema “Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges”, hay un par de versos que dicen: “… la paciente / muerte acecha en los rifles”, y en el poema conjetural, los siguientes: “huyo hacia el Sur por arrabales últimos (…) Oigo los cascos / de mi caliente muerte que me busca / con jinetes, con belfos y con lanzas”. Más adelante en el mismo poema, agrega: “Yo que anhelé ser otro, ser un hombre / de sentencias, de libros, de dictámenes, / a cielo abierto yaceré entre ciénagas”. Borges toma las figuras militares y políticas que él admira –entre ellas, su propio abuelo paterno— para hablar de su férrea idea del destino. De que la muerte “acecha” siempre, detrás de cualquier esquina. Contrapone al hombre que muere por sus ideas o porque la batalla es su vida y su final es predecible, con el hombre Juan Dahlmann, que es él mismo, y que resulta teniendo ese mismo fatum de sus ancestros, como si la muerte fuera un ciclo infinito que se obstinara a cerrarse siempre en el mismo punto geográfico y en similar situación: En El Sur. 

  Por otra parte, existe en “El Sur” una relación con dos experiencias personales de Borges: cuando era joven, queriendo subirse al tranvía, resbaló y cayó al suelo. La rueda del coche trasero le abrió la frente “cerca de la sien” (Vázquez 1996, 34) y le rompió los incisivos. Y años más tarde, le ocurrió algo parecido y aún más semejante a lo que narra el cuento: era 1938 y él ya trabajaba en una biblioteca, con el cargo de tercer oficial municipal. Iba a buscar a Emita Risso Platero para llevarla a comer en su casa. El ascensor se estaba demorando y él, que al parecer era muy impaciente, tomó las escaleras. “Sintió que algo le rozaba la cabeza pero no le dio importancia. Cuando Emita lo vio, casi se desmaya (…) había chocado con el marco de una ventana que estaba abierta y recién pintada” (Vázquez, 1996, 161). Efectivamente le dio una infección muy fuerte, con fiebre altísima, y la pintura fresca le intoxicó la sangre y le produjo septicemia. Estuvo delirante, sin poder hablar, durante algún tiempo, y llegó a pensar que había perdido la razón por completo. Cuando recuperó la cordura, escribió un cuento, pero no fue, sin embargo, “El Sur”, sino “Pierre Menard”. De todos modos, en “El Sur”, y no en “Pierre Menard”, quedó toda esa historia narrada con pelos y señales.

  Todo lo anterior sólo nos prueba una cosa: el escritor no puede escribir sino a partir de su propia experiencia. Siempre, en cada cuento, el autor está dejando una pequeña porción de sí. Pero la combina sabiamente con hechos totalmente creados, que tienen que ver algunos con la realidad de su cultura y de su época, pero en otros se permite jugar con elementos más abstractos para acoplar la realidad a las ideas que él quiere transmitir. 

  Civilización y barbarie 

  Dahlmann está viajando hacia el Sur. No sólo se desplaza en un espacio y un lapso, no sólo se mueve desde un punto geográfico A, a un punto geográfico B; también viaja desde una tradición cultural A hasta una tradición cultural B. Abandona la confortable Argentina tras su reja, cruza la reja que protegía su apacible y sedentaria biblioteca, para lanzarse a la Argentina de los gauchos, la de la pampa agreste y, valga la paradoja etimológica, salvaje. Esa reja entre civilización y barbarie, es exactamente Rivadavia. El mismo cuento la marca: “Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien entra en esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme” (Borges 1993, 271).

  Si extendemos la geografía a un plano más macrocósmico, el tema del sur cobra viarias connotaciones: El contraste campo (barbarie, sur) - ciudad (civilización, norte) nos traslada a la situación de los países del Sur. Es decir, los que corresponden en el mapamundi a Sudamérica. Éstos responden a una creencia –en parte gracias a los medios masivos y en parte cierta— de que el Sur es el lugar del subdesarrollo y de la dependencia económica. Es allí donde habita el arrabal, el malevaje. 

  El Sur es la unión de dos culturas, es la frontera que las separa y las une, porque Juan Dahlmann al viajar al Sur, viajaba al criollismo pero no despojado de su parte europea, su porción de bibliotecario torpe para los cuchillos; al contrario, asumió esas dos mitades de su linaje, tanto su nombre, que era Juan y no Johannes, como su apellido, que era Dahlmann y no Flores. El, con su nombre criollo y su apellido extranjero, debía viajar al Sur para terminar de fusionar su doble origen, para asumirse híbrido, y ser inmolado para que pudiera recrearse el mundo.  

Literatura y realidad 

  “Las mil y una noches” y “Martín Fierro” marcan los diferentes momentos del cuento. Aparecen aquí, como referentes, las dos obras maestras que el oscuro bibliotecario más admira: La obra oriental, del norte, y la occidental suramericana. Además de pertenecer, una, a una antigüedad lejana, y la otra, a un pasado de un poco más que un siglo. Dichos volúmenes a su vez se relacionan entre sí contrastando dos aspectos que han movido las religiones y las filosofías del mundo en la historia de la humanidad: el destino en contraste con el libre albedrío. “Las mil y una noches” son el arma que Sherezade tiene a su alcance, para tornar su destino –el destino de las demás esposas del sultán, que equivale a la muerte— a favor de su vida. En “Martín Fierro”, el destino, el fatum, gana. Fierro muere.

  En “El Sur”, Borges dice: “Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones” (Borges 1993, 268). Es precisamente ésta la causa de ese final encuentro con el destino, pues el destino es irrevocable, pero las distracciones lo hacen más cruel: Dahlmann se distrae, y lo hace gracias a ese tomo de “Las mil y una noches”, cuyos relatos, como a Sherezade, le sirven de milagros superfluos para retardar la muerte. Ella se salva por los cuentos, su lector de “El Sur” debe morir. La consigna de que “a la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos” (Borges 1993, 270). Tampoco fue hecha al azar. Dahlmann se debate entre lo que lee y lo que es; entre la posibilidad de engañar al destino, y la de distraerse ante él para dejarse llevar a la muerte.

  Es otra prueba que muestra que lo que Dahlmann va a hacer en el Sur no es convalecer de su enfermedad, sino recobrar su pasado. Y para ello, como dice Sarlo, “... las coincidencias son el camino elegido por el destino” (Sarlo, 103). Entonces se encuentra metido en una escena totalmente gauchesca, en una pulpería, rodeado de campesinos. Lo llaman por su nombre y resulta involucrado en un duelo, cuando nunca ha peleado y a sabiendas de que va a morir: “Desde un rincón, el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo” (Borges 1993, 278). 

  En “El Sur”, prima el código del duelo y la venganza, código gaucho de honor, heredado de la Europa medieval, código más poderoso que las indiferentes y lejanas leyes impuestas por el gobierno. Es así que se arreglan las desavenencias. Como en otro cuento de Borges, “La Intrusa”, que nos muestra que incluso un problema de celos –o de homosexualidad dependiendo de la mirada— se arregla estampando una muerte en algún prado. Este tipo de violencia que hoy puede verse como algo brutal, bestial y deleznable, para los compadritos, malevos y gauchos de épocas pasadas –y Borges lo comprende— hacía parte de un sistema de costumbres muy organizado, en que como parte de los deberes de un habitante de estos lugares, morir o matar servía para restablecer un orden perdido. Era sagrado e inviolable. Este código legislativo no estaba impreso, sino que hacía parte de una sociedad que aún creía en la palabra: con ella vendía, compraba, armaba matrimonios, lograba préstamos, y si incumplía, con una palabra se sellaba su muerte. Borges anhelaba esos tiempos. Una de sus preocupaciones era que América había perdido sus fantasmas. En “El tamaño de mi esperanza”, el autor escribe : “No hay leyendas en esta tierra y ningún fantasma camina por nuestras calles. Ese es nuestro baldón”. (Borges 1994, 13). Lo que hay en El Sur es una fusión de culturas, la unión entre lo americano y lo europeo. Esta hibridación no sólo se refiere a la historia de Borges, sino a la Argentina misma, e incluso a toda Latinoamérica. La dicotomía “Las Mil y una Noches” – “Martín Fierro” es una muestra de este doble juego de raíces. Las dos superficies coexisten, no para convivir simétricamente, sino para establecer una dinámica de conflicto. Y el pliegue es el límite o la frontera entre ellas; es la diferencia pero al mismo tiempo es la línea que las une. Borges se enfrenta a esa dicotomía, al problema de la coexistencia conflictiva entre civilización-barbarie, superficies separadas y al mismo tiempo unidas por la línea sutil del pliegue. 

  Tiempo mítico y tiempo histórico

  Borges resalta El Sur como lo arrabal, pero también como la tierra anhelada, la recuperación de los orígenes. El Sur aparece como una tierra antigua y real, más real que el mundo citadino y monótono en que vive el personaje. El Sur es el espacio de la liberación y de la muerte. Y la muerte no es un final, sino un comienzo cíclico, donde cada tanto alguien - Francisco Flores o Juan Dahlmann - debe ser inmolado para restablecer el Cosmos.

  Buenos Aires es, en contraste, el mundo donde se vive un tiempo histórico, lineal, monótono y solamente relacionado con el tiempo mítico a través de la literatura que todo lo pone en presente cada vez que alguien lo lee.

  El Sur, en cambio, en cuanto que salvaje, es dinámico, y al permanecer en él esos grupos gauchescos y esos códigos de honor, permanece también, intocado, el tiempo de los mitos, que es cíclico. Es un eterno retorno en donde cada acto se repite infinitamente, se actualiza, y de esta manera, el presente se perpetúa. Sólo en el Sur el destino de Juan Dalhmann podía cumplirse.  

Sueño y vigilia

  En el cuento, Juan Dahlmann es herido, no por una espada empuñada por un indio o un gaucho o un español en plena batalla; tampoco por un grupo de hombres que odiaban sus ideas – o las incomprendían, que viene a ser lo mismo. La herida es causada por su propia distracción. Quizá cuando recibió su herida no fue por un batiente, sino por una espada del otro lado del pliegue, que alcanzó su carne, condición fundamental para que su muerte quedara sellada. Nadie corrobora que en realidad haya sido un batiente, y Dahlmann nunca lo comprueba. Quizá entonces “las Mil y una noches” en ese primoroso ejemplar fueran algo más que un libro, y fueran la llave de la puerta, del espejo, del pliegue. Cabe la posibilidad de que la pelea en esa pampa tan lejana a su vida, y el hecho de que los gauchos supieran su nombre, sólo fueran un sueño; una alucinación, igual que todas las que sucedieron a esa misteriosa herida. Los siguientes fragmentos del cuento contienen una reiterada alusión al infierno, una aparición significativa de un número, y las palabras muerte y destino en una misma oración. 

  “las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pesadillas. (…) le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos (…) en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno (…) pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino” (Borges 1993, 269-270). 

  El ocho, que respresenta el infinito para los árabes, las pesadillas y el infierno que llevan al lector aguzado a pensar en los viajes órficos; es como el túnel que lleva a Alicia al País de las maravillas. “El Sur, pues, aparece como purgatorio o como infierno, y su reino es el del horror” (Ayala Poveda, 4). Y lo induce a una fiebre altísima producida por la septicemia. Alucina, alucina con “Las mil y una noches” cuyo título es un número frente a un espejo. Es el diez que es a la vez dos; uno y cero; lingam y yoni; macho y hembra. Son dos realidades paralelas pero opuestas entre sí. Borges comienza “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” con esta oración: “Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar” (Borges 1993, 15). Más adelante agrega: “los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres” (Ob. cit., 16). También habla de una escuela filosófica que sostiene que “mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres” (ob. cit., 30). Es decir, como en “La forma de la espada”, “yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres” (Ob. cit., 183). En resumen, un hombre puede ser dos hombres, y todos los hombres son un solo Hombre. Y este es el caso de Dahlmann. Quizá ese viaje órfico sea un pasaje entre el momento en que Dahlmann muere en ese hospital, y el lapso que siga, sólo sea lo que su cerebro imagina mientras las neuronas se van apagando. Su viaje es a través del espejo, es un viaje no espacial sino temporal; él en el instante de la fiebre es él y es también todos sus ancestros, y es además todos los héroes de su biblioteca; es todas las posibilidades de “El jardín de senderos que se bifurcan”: “El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros” (ob. cit., 48). En este caso, el tiempo, todos los tiempos, los tiempos de los héroes y los tiempos de los infames, confluyen en un solo espacio y en un solo cuerpo, que acaso no pertenezca a un héroe –pero eso es un detalle nimio— para poner en escena la muerte. Dahlmann alucina, en las orillas de la muerte, y abre, con sus pesadillas, su literatura y su fiebre, la puerta que lo lleva al Sur. Es la puerta etérea que precede a la puerta física de Rivadavia, que traza una línea entre Buenos Aires y la pampa. Es el pliegue que divide la vida ordinaria del bibliotecario, de la vida extraordinaria –o mejor, la muerte— del héroe. 

  La orilla, el centro

  Todas las dicotomías tratadas en este ensayo, separadas unas de otras por el pliegue deleuziano, son la condición para que Borges sea un escritor de las orillas. Pues el hombre latinoamericano, el mestizo que se resume en Dahlmann, al viajar al Sur, está buscando su orilla, su frontera, que es, aunque parezca paradójico, su centro, es el centro de sí mismo, donde confluyen todas sus culturas y razas internas que pacientemente se fueron fraguando para moldear sus huesos, su carne, el color de sus ojos, el color de su pensamiento. En este cuento mismo, basado en estructuras narrativas que nos vienen de Europa, hay de fondo un compromiso profundísimo con la identidad de América, y no sólo porque el autor habite en este continente, sino porque por sus propias venas circula sangre de todas las etnias, sangre que ha venido a enraizarse en este continente, el continente del Sur. Borges, desde la orilla, desde la periferia, plantea una serie de temas que confluyen y se separan al mismo tiempo gracias al pliegue. Dichos temas corresponden con filosofías y mitologías de diferentes latitudes del planeta, y corresponden con su propia vida, su experiencia, las muertes que él mismo lleva a cuestas. Esa es la tensión. Es la indisoluble relación de cada polo con su opuesto, y a su vez, de cada par de opuestos con los demás pares.  

BIBLIOGRAFIA 

Ayala Poveda, Fernando. “Jorge Luis Borges: El Sur o la asunción de un duelo interminable”, en El Café Literario, Vol. IX, 1986, pp. 2-6.

Borges, Jorge Luis. El tamaño de mi esperanza. Colombia: Ed. Seix Barral, Colección Biblioteca Breve, 1994.

--------. “El Sur”, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y “La forma de la espada” en Ficciones; Buenos Aires, María Kodama Y Emecé Editores, S.A., 1993.

--------. Antología poética 1923-1977. Madrid: Emecé editores y Alianza editorial, colección El libro de bolsillo, 1995, 6ª impresión.

Deleuze, Giles. El pliegue: Leibniz y el Barroco. Barcelona: Paidós, 1989, Pp. 44-45.

Sarlo, Beatriz. Borges, un escritor de las orillas. Buenos Aires: Espasa Calpe/Ariel, 1995. 

Vázquez, María Esther. Borges, sus días y su tiempo. Buenos Aires: Javier Vergara Editor S. A, 1984. Pp. 60, 70.

--------. Borges, esplendor y derrota. Editorial Tusquets, colección andanzas, 1996.
 

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