“EL MUNDO DE AYER” DE STEFAN ZWEIG

07.06.2009 20:47

 


La ciudad de principios de siglo despierta. Despierta de la infancia ingenua y temerosa, de la infancia lejana que mira hacia los ojos de los adultos como mirar en la noche hacia la luz de un tren en la distancia. Despierta para darse cuenta de que necesita amar. Pero está encerrada en una jaula exacta y adusta que mide su deseo y pesa sus pocos años. No suena la campana necesaria para que comience su vida. Y las mujeres en la calle que son como bondadosas madres, un poco escuálidas y un poco enfermas pero estaban bien para el amor, que el amor es ciego y a veces ni siquiera sabe si él mismo es amor o es sólo deseo. Y cualquier tuberculosa, portuguesa mujer barbuda o jorobada se vuelve la deseada, la mismísima Afrodita.
Y el día era un bello reloj sin convulsiones, era una muchacha ruborizada ante un David de mármol inmutable.
Y la noche era entonces la verdadera ciudad agonizando entre estertores y gemidos. Epiléptica gozando y muriendo al mismo tiempo.
El día rojo calentaba las mejillas virginales.
La noche, verde grisácea translucía las venas agónicas de la sífilis.
Se te permitía amar cuando eras viejo, impotente y estabas hastiado de la vida.  
Y a ti mujer… nunca. 
Pero no importaba porque era la época de los semidioses: Rilke, Rodin, Verharen –este ya casi olvidado—, Joyce, Mann, se paseaban por las avenidas mundanas y era inevitable no cruzarse con ellos al menos una vez en la vida. Sólo bastaba quererlo. Y había aún más una anciana, subiendo la escalera sobre la cabeza de Zweig, que vivía todavía en la era de los dioses, del gran Goethe. Los dioses son mortales, desde siempre. Pero no para todo el mundo. El tiempo estaba detenido para ella en el día en que él había tocado su cabellera de niña, suave como retoño de olmo.
Qué amables líneas han quedado impresas tras mis ojos, la figura sencilla, tímida, afable y tan transparente, de Reiner María Rilke. No me dejará jamás.
Y tan compenetrada me dejó la imagen del báquico Rodin, tan concentrado en el hombro de su estatua, que se olvidó por completo de la presencia de su invitado, que lo observaba, aún sabiéndose olvidado, conciente de que estaba ante el regalo más grande que le hubiera podido dar la vida.
Quiso Zweig entonces lanzarse como dramaturgo, pero sin saberlo lanzó en cambio una terrible maldición. Dos actores muertos, luego un director, ya nunca más quiso presentar sus obras. Prefirió, consuelo y no poco, traducir a Pirandello. Sin embargo la maldición lo siguió hasta en ese ajeno acercamiento al teatro, y su amigo Moissi, vínculo entre él y el italiano, también murió.
Y entonces apareció Rathenau –dios asesinado un tiempo después—y le dijo: “un año más o menos no cuenta para nada cuando se trata de un libro de verdad ¿Por qué no se va a la India o a América?”. Y Zweig siguió su consejo. Fue a la India. Eventualmente iría a América también.
Y después de haber navegado en el río Irawadi al mismo tiempo que por nuestros pensamientos con Karl Haushofer, estando en Munich mencionó su nombre y le fue dicho: “Ah, ¿el amigo de Hitler?”. Para una larga era de dioses, venía la sombra.
Y Zweig marchó a América.
Pensaba que América era Walt Whitman. Walt Whitman cantaba a sí mismo peor no todo el mundo cantaba a Walt Whitman.
Era un continente joven en que nadie buscaba la estrella de seis puntas, ni la cruz en tu pecho.
Imaginen por un momento a Estados Unidos sin Hollywood.
Definitivamente reinaban los dioses todavía.
Era aún turista de su vida y amaba su viejo viejo mundo.
Y se encontró consigo mismo escrito en la carátula de un libro, detrás de su reflejo en un escaparate, allá tan lejos de su patria.
Y admiró los montículos del Canal de Panamá, alumno de Verharen, admirando los monumentos de la técnica tal como sus abuelos admiraron las dormidas columnas romanas después de la lenta bacanal del tiempo.
América del Sur sin saberlo se labraba su propia horca.
De vuelta en Viena las mujeres rompían sus corsés. Los industriales también, y expandieron su fofo deseo por el viejo continente.
Y luego los Balcanes hicieron erupción.
Y luego 1914. Si sumas los números de 1914 da 6. La estrella de 6 puntas. Y si sumas el 28 más el sexto mes da siete: el candelabro judío. Y si sumas ese 7 más ese 6 te da 13. El presagio del horror de los alumbrados por esa estrella y esas siete velas. Puede ser superstición, puede ser superstición.
O ser sagrada qabbalah.
Era verano en Viena. Cuántos hombres alejados de la playa, lejos de las pelotas, de los castillos de arena, atrapados en trajes de paño, en fortalezas de piedra.
Entonces el arroyo de la música se detiene. Los músicos dejan caer los instrumentos y se van. Ha llegado la hora del silencio. Del silencio y el trueno.
Y no hay tumba para un amor de baja alcurnia
Sólo para el recuerdo
Y no hay tumba para enterrar el odio
Sólo caldero para encenderlo
Y no hay campo para las palabras
Sólo para los ejércitos
Y luego ya no hay tampoco lugar para los odios
Y todos son demasiado fofos
Y se aprietan unos contra otros en su banquete, agarrando con la mano los guisantes de los platos ajenos.
Hombres verdes de corazón verde de ojos verdes de pupilas estrechas como puñales 
Y de los guisantes salen chillidos pero ellos no oyen porque están gritando 
Y aún sin plato y aún sin guisantes y aún ahítos siguen gritando.
1939 da 13. 1939 da 13. 1939 da 13.
Y los hombres verdes ya no pueden gritar más, se han quedado afónicos. Muerden, desgarran, rasgan las vestiduras de los otros. Sobre la mesa están los huesos pero ellos quieren más carne. Y uno de ellos empuña la mano. Lanza su puño inmenso y parte la mesa. Humo. Humo dolor y ausencia. Silencio. Contemplen el ángel del progreso. Pero Zweig hacía un momento había abandonado la mesa. No vio el horror. Habría vuelto a irse.
Zweig no alzaba los puños. Su oído no gustaba de los gritos. Amaba la música y amaba el silencio. Sus manos no habían tocado más espadas que las plumas. No firmaba misivas, firmaba versos. Era su estrategia. 
Mientras este interminable banquete mórbido, Stefan, ibas de tren en tren, de poema en poema, buscando la primavera. La encontraste en Budapest, con el yodo y la sangre y los gemidos agónicos aún pegados a tu ropa. Habías tenido que viajar sin pasaje en el tren del Averno. Pero ahí estabas, no entre chillonas walkirias sino entre alegres ninfas de la calle y soldados afables. Y se reunían a recoger pacientemente la luz multiplicada infinitamente en el río. Como si no hubiera guerra. O quizá como si la hubiera.
Pensar en dos seres que amen a Joyce, o a Rilke, y que tengan aún así que apuntarse uno a otro con un fusil.
Ver al emperador Carlos cruzar el invisible muro de Austria para dejar el trono de sus ancestros para siempre, y recibir en la cara el salado aire de su derrota. Y sentir la ola que le sigue. Sentir que su país tiene un nuevo nombre, y sin saber cuál es.
Como cuando el Imperio Romano perdió el sustantivo, y quedó vagando como adjetivo sin dueño. Hasta el “sarnoso” anda siempre con un perro.
Y sin saber si va a venir el renacimiento… de algo… o volverá una edad… media.
Y aún así volver, sin saber si se le puede llamar patria.
Escribir en alemán y ser tachado de carnicero
Que la gente no recuerde el gentilicio de Mozart o que, aún peor, digan que él y Hitler comparten la misma patria. Patria no es aquello que se destruye.
Amar la humanidad y ser llamado enemigo por tu lengua. Y luego por tu dios, o el dios de tus padres.
Ser políglota no abre la mente de tus captores. 
Creer que se ha terminado el horror y seguir viéndolo en ojos extranjeros.
Despedirte de tu amigo sin la suficiente emoción y arrepentirte al ver su cadáver en un periódico, tirado en esa misma calle en que le dijiste hasta luego.
Y que no puedas predecir cuál va a ser el costo del pan mañana.
O el costo de tu vida.
Y que la gente compre tus libros aunque hablen del dolor, aunque ellos ya tengan suficiente con el suyo.
Y que tus propias heridas hayan tenido que ser inflingidas para aprender por fin a lidiar con las salvajes palabras.
E ir a Rusia para encontrarse con la tumba abandonada de Tolstoi.
E ir aferrándote a las cosas, que no se mueren. 
Y coleccionar una cosa por cada amigo muerto.
Y ver, por último, como un minúsculo adolf se transforma en Hitler. Jinete de los caballos mecánicos, Fenrir desbocado del Ragnarok. 
Tener la mala suerte de llamarte Stefan Zweig y ser el mismo al que buscan los perros. Y ver cómo van quedando cojas las sonrisas, y las palabras, cojas, de la gente en cada ciudad que entra la cruz de cuatro guadañas. 
Y ya no creer, y tomar una mañana la decisión de no despertar más.
 

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